El adjetivo “turístico” en todos sus números y géneros para una buena concordancia es el epíteto clásico para Puerto de la Cruz. Aquiles, el de los pies ligeros, Héctor, matador de hombres, Odiseo, fecundo en ardides, Puerto de la Cruz, ciudad turística, todos tienen su porqué. En los primeros ya se han detenido de sobra estudiosos de la Historia y la literatura; en el último nos extenderemos nosotros, con mayor o menor fortuna, a lo largo de este post.
De entrada, aclaremos que la elección de los ejemplos anteriores no es baladí, ni fruto de la obsesión por lo clásico de quien esto escribe. Desde que el Puerto es puerto ha sido ciudad receptora de visitantes, de hecho, fue aquí a donde llegaron los primeros turistas que pisaron el archipiélago: a partir de 1880, el turismo comienza a tener un peso importante en la economía local, que se formaliza con la construcción del Gran Hotel Taoro en los últimos años del siglo, llegándose a convertir en el buque insignia de los inicios del turismo en Puerto de la Cruz, aunque el auténtico boom turístico podría establecerse entre los años 50 y 80 del siglo XX: es en los 60 cuando se convierte en la más importante ciudad turística de Canarias y la hostelería y el sector servicios se transforman en las ocupaciones predominantes de los habitantes del Puerto.
Esto, que podría ser la historia de cualquier ciudad turística de cualquier zona de cualquier país mediterráneo, tiene sus propias peculiaridades (las otras también las tendrán, pero las desconocemos, sepan disculparnos). Puerto de la Cruz no dejaba de ser una pequeña ciudad pesquera, cuyos centros hoteleros se habían creado a partir de la remodelación de antiguas casas familiares. La llegada de turistas influye pero no varía en exceso la idiosincrasia de una ciudad acostumbrada a recibir en su costa visitantes de toda índole y estos visitantes, a su vez, parecen contagiarse del espíritu que Puerto de la Cruz. Siempre fue, y creemos que esta es una de las claves, un turismo horizontal, un visitante que más que huésped se convierte en ciudadano, al menos durante su estancia. Una “ciudadanía” que viene a ser como el amor, que es eterno mientras dura, pero que, décadas más tarde, resulta ser el modelo ideal de turista, codiciado y teorizado por destinos que supieron subirse a la ola del boom turístico de los sesenta pero, quizás, no supieron cabalgarla.
Puerto de la Cruz, en favor del turismo, puede haber modificado su físico, parte de su arquitectura en esa ola imparable que fue el boom en los años sesenta del siglo pasado, pero su idiosincrasia era inquebrantable. Ilustres visitantes dan fe de este espíritu del que hablamos, artistas e intelectuales que, elegida la ciudad quizás como retiro de un par de días, alargaron su estancia y se convirtieron en vecinos de la ciudad. Pasaron por el Puerto, sí, pero el Puerto, inevitablemente, también pasó por ellos.
Y, años más tarde, sigue firme en su carácter, Puerto de la Cruz marcando tendencia en el turismo cultural. Lejos de ser un gueto turístico, la ciudad se enorgullece de una convivencia enriquecedora entre nativos y foráneos, una relación entre iguales en la que las dos partes crecen y evolucionan juntas. Puede que eso ya no sea turismo, sino otra cosa. Las cosas de Puerto de la Cruz.