Arte, cultura y gastronomía escriben un nuevo capítulo en los devenires de este enclave costero
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Pocos lugares invitan a practicar el arte del paseo como las calles de La Ranilla. El humilde origen marinero de este barrio portuense, que transcurre entre la plaza del Charco y el peñón del Fraile, convive con los aires cosmopolitas que le confiere su histórica apertura al Atlántico, impregnando de autenticidad y carácter cada uno de sus pintorescos rincones. El nombre del barrio proviene de la primera persona que se asentó en este hoy encantador lugar: se trata del soldado Ruiz Ranilla, ¿verdad o mentira?
Su callejero escueto, cuyos primeros trazados se remontan a comienzos del XVIII, entreteje una suerte de laberinto encantador en el que el paso del tiempo parece detenerse entre las coloridas fachadas de sus casitas terreras y su vegetación ensortijada, reflejo del espíritu de una comunidad orgullosa de sus raíces que acoge a sus visitantes con la hospitalidad propia de los contadores de historias.
Historias grandes, como las que narran los impresionantes murales que visten las medianeras del barrio, convertido en galería de arte urbano al aire libre gracias a la iniciativa Puerto Street Art, e historias chiquitas de ratones y perenques, de bizcochitos, caballitas y pachonas, pequeñas figuras que saltan de casa en casa a través del pincel de la artista local Juliana Serrano, y que hacen visible para la mirada atenta una de las tradiciones más curiosas del Puerto de la Cruz: los apodos que, heredados de generación en generación, nos hablan de sus gentes y sus costumbres.
Arte, cultura y gastronomía escriben un nuevo capítulo en los devenires de este enclave costero: citas de referencia como los festivales Mueca o Periplo forman ya parte de su identidad, así como sus tiendas de artesanía, pequeños hoteles y terrazas con encanto, haciendo de el barrio de La Ranilla el lugar para despistarse durante un buen rato.